miércoles, 10 de octubre de 2012

Tucumán: de la creación colectiva a la dramaturgia del actor


Cuando comenzaban los setenta en Tucumán, recuerdo que una tarde estaba tomando clases en el foyer del Teatro Alberdi (sala canónica si las hay en el NOA) con un profesor recién llegado de Rumania, con paso por Polonia, la meca grotoskiana de entonces. Eran entre seis y ocho horas de entrenamiento y trabajos técnicos fundados en principios del gurú polaco que nos agotaban pero que nos hacían sentir que estábamos por el buen camino teatral, esta era “la posta” como decíamos por ese entonces. Hasta que un día, un trabajo de minuciosa búsqueda de resonancias internas debió ser interrumpido porque un sordo rumor que venía del exterior no nos dejaba concentrar, el extraño sonido fue creciendo hasta hacerse ensordecedor por lo que nos pegamos a los cristales de las puertas y ventanas del teatro  para ver pasar una larga, interminable caravana de miles y miles de jóvenes, viejos, niños, mujeres que cantaban y gritaban sonrientes y sudorosos consignas como “El tío en el gobierno y Perón en el poder” o “Perón, Evita, la patria socialista”. Durante años pensé no solo en esa impactante multitud que había visto sino también, y creo que sobre todo, en la escena al revés: Como nos veríamos
, digo en el hipotético caso de que  alguno de esos miles  de hombres y mujeres que pasaban transpirando esperanza y fervor, hubiera reparado en nosotros, ese grupito de chicas y muchachos aislados del mundo real y pegados como moscas a los vidrios mirando pasar la vida por la calle.

                   Meses después apareció el Libre Teatro Libre comandado por María Escudero y todos los que ya andábamos rechazando airadamente el teatro de texto, nos aferramos a ella como nuestra guía. Algunos participamos incluso en la elaboración de sus espectáculos en Tucumán y de sus giras por el interior y los barrios. La creación colectiva sentaba sus reales en la comarca. Definitivamente el momento de ubicar al actor y a sus posibilidades creativas en el centro de la escena había llegado a esta parte del mundo. A partir de ese momento y durante un buen tiempo nos olvidamos de los “libretos”,  de “estudiar letra” y de todo lo que oliese a “autor teatral”. Por supuesto, era momento de oposiciones e inmediatamente opusimos el concepto de “dramaturgia del actor” al del “teatro de autor”. Años después pienso que esa oposición, como tantas otras, no es válida. Pero sigamos con la historia…lo que estábamos trabajando en esas inolvidables clases del Alberdi, también estaba claramente relacionado a “la dramaturgia del actor” pero lo de María Escudero era otra mirada cargada de un contenido ideológico que era lo que nos hacía sentir que ese debía ser  el camino, nuestro camino latinoamericano. Desde entonces y hasta entrados los ochenta, salvo algunas excepciones, con el grupo que conformamos los primeros egresados del Conservatorio Provincial de Teatro Ramón Serrano, elaboramos nuestros propios textos para niños (“La Familia Colorín”) o para adultos (“Me cach’en dié”) y más tarde con nuestros alumnos en los talleres en los que difundimos esta metodología de trabajo  y de donde salieron espectáculos como “El Tacho” o “Esto Somos”. Desde aquellos días, mucha agua ha corrido bajo el puente y lo que entonces se nos antojaba una opción de hierro: El texto creado sobre el escenario vs. el texto trabajado por el autor en su estudio fue dando lugar a otras opciones.

                   Entendimos rápidamente que no hay opciones de hierro, que es cierto que las variantes en el proceso de creación grupal son numerosas y que esta especie de desglosamiento del proceso creativo que se viene escuchando a partir de  cierta necesidad de compartimentarlo todo y darle un nombre a todo, comenzando por la “dramaturgia del actor”, siguiendo por la “dramaturgia del director” hasta llegar a hablarse de “dramaturgia del iluminador”. Es probable que esa necesidad  sea la legítima apetencia de cada uno de los distintos integrantes del grupo de trabajo de ser reconocidos en su justa medida, como co-creadores del producto final: el texto espectacular.

                   Lo cierto es que a la hora de historiar la creación colectiva y su derivación actual, al menos en algunos sentidos, la denominada “dramaturgia del actor”; nos encontramos con que los lideres de grupo terminaron en los setenta y ochenta firmando los textos producidos grupalmente, Enrique Buenaventura es un buen ejemplo en ese sentido. Y mucho más cerca en el tiempo encontramos con harta frecuencia la firma del director en los textos producidos desde la dramaturgia grupal, los ejemplos sobran: León, Spregelburd, Arguello Pitt en Córdoba o Pérez Luna en Tucumán. Y no hablemos de las dificultades del registro en ARGENTORES ya que en el caso de las series televisivas con equipos de escritores, firman todos.  ¿No será que no podemos escapar de la “tiranía” de un autor o un director de escena que concentra en su figura el poder y la toma de decisiones estéticas e ideológicas y se siente en definitiva, con todo el derecho de estampar su firma a la hora de dejar el “registro perdurable”? Tema para debate. Y aquí entramos en otro tema sobre el que cabe discutir: ¿Qué registraría un actor? El casi inasible gesto realizado en un ensayo…en una función…el impulso que da origen a ese gesto…el bramido de angustia con la que esta noche pronuncia una frase…el grado de energía que pone en un desplazamiento…¿Qué? Si todo es absolutamente perecedero, si lo que pasó esta noche no volverá a pasar nunca más. Y llegamos así a uno de los meollos de la cuestión, porque ¿Qué es el teatro sino ese constructo único e irrepetible absolutamente perecedero que realizan actor y espectador en el momento mágico de su encuentro, en el momento de epifanía? Y aquí podríamos empezar a hablar de la “dramaturgia del espectador”, entonces el tema comienza a abrirse con reminiscencias del rizoma deleuziano.

                          Pero prefiero detenerme en la idea centro: El texto espectacular como  producto de un grupo de creadores y completado por la presencia del espectador. Y mirarlo desde dos costados que nos pueden aclarar algo el panorama sobre las “dramaturgias” en las que parece haberse dividido el acto creador. Uno es el aspecto ideológico y otro el costado instrumental o metodológico, para ser más preciso. En los setenta y limitados por alguna anteojera ideológica creíamos que todos éramos capaces de todo, rechazábamos sin ningún análisis la idea de la división del trabajo, porque nos sonaba a símbolo capitalista,   aunque rápidamente  nos dimos cuenta de que algunos éramos mas hábiles que otros para improvisar, otros para recopilar datos o registrar o hacer aportes desde la organización espacial o en el aspecto lumínico, otros para pautar y orientar el decurso de las improvisaciones, en fin ... cada miembro del grupo tenía mayor capacidad para aportar en un área que en otra. También aprendimos en la práctica misma y con las urgencias del caso que la praxis teatral engendra textos que a su vez desarrollan y transforman esa práctica. Lo fundamental era que estos grupos tenían una cohesión ideológica como punto de partida, lo que los convertía en colectivos con un grado de perdurabilidad en el tiempo, hoy impensable. Entonces las discusiones no pasaban por quien era el dueño del producto final, sino si este producto era estéticamente aceptable y políticamente útil. Eran momentos del teatro de la urgencia, de lo fácilmente transportable, del rechazo a lo canónico, a la sala teatral, al autor, al director que bajaba línea, a la idea de “estreno”, al texto escrito, al concepto de especialización, ya que si bien reconocíamos las habilidades particulares de unos y de otros, todos éramos responsables de todo. El individuo había sido reemplazado por el grupo. No éramos actores o directores o técnicos o escenógrafos sino “trabajadores del teatro” denominación que lentamente fue reemplazada luego por la de “teatrista”.  Ideología, elecciones estéticas, actitud militante y funcionamiento grupal iban de la mano.  Con el paso del tiempo aparecieron  las variantes metodológicas entre los diferentes grupos: Algunos partimos de textos teatrales ya escritos, otros de otro tipo de textos como leyendas, cuentos o mitos populares, otros de datos periodísticos recopilados etc. Comenzamos a diferenciarnos en los modos de manipular este material, en las distintas técnicas de improvisación, en el entrenamiento, en la utilización prioritaria de diferentes sistemas de signos: para algunos la música fue importante, para otros la palabra, para otros el lenguaje corporal. 

                          Pero junto con los compañeros desaparecidos, con la  ilusión de la revolución que se esfumaba, con las dictaduras que se enseñorearon en toda Latinoamérica, se evaporó un camino abierto hacia el teatro político y solo quedaron metodologías de trabajo, instrumentos, aprendizajes formales para llegar al hoy con un mosaico de técnicas, de poéticas compositivas y preferencias estéticas que me remiten a un significativo parrafito de “Quemar la Casa” de Eugenio Barba, cito textual: "Una de las grandes riquezas del teatro del siglo XX ha sido el crecimiento de modelos independientes y de enclaves teatrales que se han desarrollado en la diversidad. Hoy no existe una sola tradición, sino muchas tradiciones pequeñas; no un continente, sino un archipiélago habitado por teatros con estilos y valores diferentes". Este archipiélago del que habla Barba tiene sus puntos de contactos con las “micropoéticas” que Dubatti señala; y esa idea de fragmentación es un signo de los tiempos, qué duda cabe.

                        Aunque  a veces me tiente la nostalgia por la “utopía perdida” no voy a decir que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Si, voy a marcar algunas diferencias: Salvo excepciones ya no hay grupos cohesionados por la puesta en común de valores e ideas y que perduren en el tiempo; hay elencos que se reúnen para elaborar uno o dos productos, hay actores que fluctúan de un elenco a otro. Ya no hay urgencias ni intencionalidades políticas,  hay búsquedas estéticas que llevan implícitas posturas ideológicas. Ya no hay una mirada sobre el “nosotros” ni sobre lo social, la autorefencialidad es ahora una constante. Hoy no hablamos solo de teatro sino de  “artes performáticas”  para eludir la idea del actor encarnando un personaje y poner a la vista su dualidad y su tarea de escribir con el cuerpo en el mismo momento del espectáculo. La hibridación ha sentado sus reales y los lenguajes de la danza, la música y aún las artes marciales intervienen en los procesos de creación del texto espectacular.

                       Por mi parte y luego de haber transitado por los momentos dorados de la creación colectiva, por el teatro de texto y haber experimentado con las más variadas técnicas de creación y composición del texto espectacular; sigo pensando que el aporte del actor es fundamental a la hora de la creación del espectáculo, porque como bien señala Marco de Marinis, el actor siempre hace dramaturgia, aun el “declamador” señala el teórico italiano. Pero creo que solo vale la pena hablar de dramaturgia del actor cuando este aporte se complejiza, cuando el cuerpo, la voz y todo su almacén de sensaciones y emociones se ponen al servicio de la acción profundamente orgánica; cuando proxemia y kinesis entendidos como dos sistemas de signos que están cargados sobre el actor le sirven para producir sentido, para escribir sobre el escenario un texto que será difícilmente asible, difícilmente suceptible de ser registrado por algún tipo de notación. Porque el signo en el teatro es móvil y esto sin duda es la esencia de nuestro arte, su carácter efímero y fugaz, la sensación de breve chisporroteo vital, de arco voltaico que se produce entre actor y espectador y que solo dura un instante.

                    Pero, debemos tener en cuenta que el actor no está solo. El teatro es un arte de creación grupal y cada uno de los integrantes del colectivo tiene una función: ¿Cual será la del director? En mi opinión, fundamentalmente es la de propiciar el encuentro mágico, el momento de epifanía del que hablamos antes, crear las condiciones, los climas necesarios, guiar, acompañar los procesos, arrimar sutilmente los instrumentos necesarios, facilitar el acercamiento a los lenguajes mas adecuados. ¿Y el autor? Hoy conviven en este oficio, dos tipos de autor: el tradicional, el que crea sus textos literarios que luego serán lo genotextos de Julia Kristeva, la génesis del texto teatral; y el que escribe junto al actor, en el acto mismo del ensayo, que elabora propuestas, solo puntos de partida y que luego toma de los aportes del actor lo que considera necesario; para ese autor la obra no se escribe, no es susceptible de notación hasta luego del estreno y de varias funciones. Y así podríamos hablar del iluminador, del músico y de otros integrantes del grupo. Y también, por supuesto, del que está del otro lado de la escena, el espectador; es decir de todos los que hacen su aporte al acto creador. 

                    Pregunto ahora: ¿tiene que ser esta una cuestión dilemática: Dramaturgia del actor vs. Teatro de autor? ¿No será hora de reafirmar al teatro como un arte grupal? Un arte del “nosotros” en el que solo serán cuestión  de preferencia o elecciones las formas de trabajo, el “como”.

                    Y por supuesto cualquier “como” será válido si el resultado es una obra de arte auténtica, un acto celebratorio cargado de significación y de vida, único. Un acto de suspensión de la realidad circundante, para crear esa hora y media de una “realidad otra”,  un momento prodigioso  donde solo el “nosotros” tendrá valor.
                                                                                                                 Lic. Rafael Nofal

                                                                                                                 Tucumán, Agosto de 2012

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